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Si los humanos nos morimos al beber agua de mar, ¿por qué no las ballenas y los delfines?

La duda entre beber o no agua de mar es la diatriba más torturante a la que se puede enfrentar un náufrago. Y no es para menos. Debe ser espantoso estar muriéndose de sed cuando no puedes dar ni un sorbo a las toneladas de agua que te rodean.

Pero no hay que caer en la tentación. El mundo marinero conoce sobradamente el peligro que entrañaría sucumbir a este imperioso deseo. Beber agua de mar, muy lejos de hidratarnos, nos deshidrata… Y a velocidades de vértigo.

¿Qué ocurre cuando perdemos agua?

Desde un punto de vista químico, los humanos (al igual que el resto de los organismos vivos del planeta) somos sistemas inestables y constituidos básicamente por agua con, entre otras cosas, sales disueltas. El agua es el medio en el que se dan todas nuestras reacciones bioquímicas y, por lo tanto, el elemento imprescindible para garantizar nuestra subsistencia metabólica.

Como estamos en un entorno terrestre (seco), el agua tiende a escaparse de nuestro medio interno, lo que conlleva deshidratación y, consecuentemente, muerte. Si esto no ocurre es porque la evolución ha seleccionado, a lo largo de nuestro linaje, una magnífica envoltura que, a modo de gabardina, no deja pasar el agua. Se llama piel, y su capacidad impermeabilizante se debe a una proteína, situada en sus capas más externas: la queratina.

No obstante, el cuerpo humano dista mucho de ser un compartimento estanco. De hecho, se está evaporando agua continuamente a través de áreas que deben mantenerse húmedas para ser funcionales (ojos, fosas nasales, boca, uretra, ano y vagina). Por otra parte, eliminamos nuestros venenosos restos nitrogenados (resultantes del catabolismo proteico) en forma de orina. Y eso, básicamente, es urea diluida en agua.

Por último, el “impermeable queratínico” tiene que tener poros para que podamos sudar, puesto que es nuestra forma de refrigerarnos cuando hace calor. Sea cual sea la causa, la realidad es que perdemos continuamente nuestro preciado e imprescindible líquido.

Recuperar el agua perdida supone “robarla” de nuestro reservorio hídrico principal, la sangre, lo que reduce la volemia (volumen sanguíneo) y, consecuentemente, la presión arterial. Esta peligrosa situación, detectada por los receptores cardiopulmonares y los barorreceptores, activa el sistema renina-angiotensina (RAS) y disminuye el péptido natriurético atrial. Ambas acciones son dipsogénicas, es decir,desencadenan la sensación de sed en el cerebro.

Una vez avisados, reaccionamos: bebemos agua, la absorbemos a través del intestino hacia el torrente sanguíneo vía capilares, recuperamos el volumen sanguíneo y todo vuelve al equilibrio.

¿Y qué pasa si el agua tiene sal?

Si bebemos agua marina, el intestino la absorberá tal cual. Eso implica que a la sangre llegará el agua pero también las sales, fundamentalmente cloruro sódico o sal común. Los riñones intentarán mantener a toda costa el equilibrio osmótico y…

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