Hace muchos años y en mis principios como consultor, me tocó visitar a un posible nuevo cliente (iba referenciado). Era una empresa industrial y la reunión era directamente con el dueño, que necesitaba algún tipo de asesoramiento. Me acuerdo que me recibió la secretaria y lo esperé a que llegará ya sentado en su oficina (bastante austera por cierto, y algo desordenado todo).
En eso el dueño llega como una tromba, me saluda casi sin mirarme y se sienta (más bien se desploma) en su sillón mientras me confiesa (no me conocía): “En esta empresa no funciona nada sino estoy yo”.
Mi primera reacción fue la de compartirle las sugerencias típicas que un comentario como éste despiertan. “Nadie es imprescindible”, “hay que saber delegar”, “la concentración de tareas no es lo recomendable”, etc. etc. etc. Pero como no lo conocía y era mi primera reunión, preferí callar y escuchar.
Tiempo después y recordando lo que pasó, me di cuenta que estuve bien en no decir nada.
¿Por qué? Porque si bien son ciertas mis posibles sugerencias, también hay que saber entender a la gente que está en esos roles y funciones en las organizaciones. De algún lado tienen que sacar las motivaciones necesarias para poder sostener una tarea compleja, estresante, difícil y gratificante sólo a veces. En ciertos niveles organizacionales, los incentivos tradicionales ($$$, posibles aumentos, bonus, patrón de carrera, reconocimiento, etc.) comienzan a ser pocos, poco trascendentes, o insuficientes para semejante desafío.
Con el tiempo entendí que mucho del sostén necesario para sostener tanta performance no proviene del exterior sino del propio interior, de su propio fuego intestino. Está mucho en la cabeza (como se dice de los deportistas profesionales o de élite).
El “creérsela” es entonces seguramente parte del cocktail para el éxito, condición casi necesaria para sostener tanto trabajo, aunque los